Me gusta que los hermanos Tabaré y Yamandú, cautivantes nombres nativos, por cierto, de la exquisita Agarrate Catalina, y la tenaz Asociación de Descendientes de la Nación Charrúa junto al reconocido antropólogo López Mazz, se estén peleando en los medios por el cuplé de la murga donde se ríen —todos nos reímos— de los charrúas.
Quién dice que nuestra culta población —¡jo!, nos encanta escuchar esto—, valiente población —en el plebiscito del 80 dimos por confirmada la teoría de los tres huevos expuesta al mundo desde Maracaná— y para nada racista población —¡cómo nos gustaría que los bolivianos, paraguayos y peruanos que arriban cada año de a miles a la Buenos Aires de los porteños babosos llegaran a Montevideo!— decida asumir alguna de sus responsabilidades históricas.
Nuestro país, concebido desde el modelo colonialista inglés de ciudad estado —Hong Kong, Singapur, Kuwait, Israel por qué no, ahora está de moda la glamorosa Dubái—, desde donde se controlarían las materias primas, la producción y el movimiento financiero de la región, fracasó desde un inicio. Entonces Montevideo fue Uruguay. Por eso la capital, el departamento más chiquitito de todos, concentra el cincuenta por ciento de la población, el comercio, el básquet, el carnaval, etc.
Lo que no fracasó fue el etnocidio que, meses después de jurar la Constitución, planificó y llevó adelante Fructuoso Rivera, primer presidente de la tutelada República. El 11 de abril de 1831 —seguro que a don Frutos se le vino el verano arriba y prefirió dejarlo pasar— en Salsipuedes (actual departamento de Tacuarembó), el presi invitó a los indios, que eran sus amigos y aliados de muchas campañas, a una gran reunión, o, para dar mejor la imagen, les dijo algo así: “¡vengan che pa’ Salsipuedes que vamo’ hacé un asao pa’ compartir!”.
Y fueron.
La emboscada fue un éxito y la nación charrúa masacrada. A las mujeres, niños y bebes que no fueron degollados los esclavizaron.
Siempre escuché que la historia, con la necesaria complicidad de lectores ciegos, la escriben los que ganan.
Ciento ochenta años después, como si nada, la traición vive entre nosotros sin condena moral ni histórica.
Quizás la disputa mediática entre artistas, descendientes y antropólogo ponga el tema sobre el tapete.
Fecha patria y feriado nacional, para empezar, no estarían mal.
Artigas, prócer de la patria que lo escupió, que se las tomó para donde nadie va, estaría de acuerdo.
Se dice que los nativos, que pelearon durante trescientos años por su tierra contra españoles, portugueses, ingleses, porteños, el blandengue Artigas, etc., no eran tan salvajes como nos enseñaron en la escuela, y sí eran confiables, solidarios, dignos, valientes, rebeldes y con la palabra dada les alcanzaba.
Me suena parecido a lo que entendemos por sangre charrúa.
¿Y cómo podríamos llamar a la mentira, la negación, el olvido, la indiferencia y la ignorancia mantenida en el tiempo?
Me gusta, ya que tampoco es un bicho autóctono, sangre de avestruz.
Exclusión y desprecio
El robo sistemático al indígena en Latinoamérica es uno de los temas de Almas de vagar, diario de viaje publicado en junio del 2009. Las siguientes líneas pertenecen al penúltimo capítulo.
Ya cumplido el sueño de recorrer el continente americano, desde Santiago de Chile llegaría de improviso a mi idealizada y ventosa Montevideo, convocado por una serie de problemas familiares que tuvieron origen a partir de una crisis económica nacional de proporciones catastróficas. Era octubre del 2002.
El bus me dejó en la Terminal de Tres Cruces y, cuando empecé a caminar las vacías calles montevideanas, mi viajero estado de alerta rápidamente detectó el desastre moral en el que estábamos, y también algo que los uruguayos sabemos bien, pero que con la tristeza reinante se evidenciaba más todavía: Uruguay es un país de viejos.
Seguí caminando en dirección a la parada de ómnibus que me dejaría en casa y, al llegar al primer semáforo, mi inquisidor ojo de viajero me enfrentó a una especie de ilusión óptica, o no: mezclados con los malabaristas y vendedores ambulantes, limpiando parabrisas, pidiéndole a cada conductor con el dedo anular extendido una monedita, sin que la crisis les cambiara mucho la vida, estaban los descendientes de los nativos de mi tierra, quienes sobrevivieron al exterminio pero no pudieron evitar la exclusión.
Yendo y viniendo para aquí y para allá, los que en la escuela me presentaron como salvajes, incapaces, poco confiables y que habían desaparecido como conejos por la galera, hoy son parte de una metamorfosis donde en su genética quedaron el negro esclavo y el placer del patrón. ¿De dónde vienen esa piel oscura, esos pómulos, esa vitalidad a pesar de las condiciones en que han nacido y vivido? Hoy, ya olvidado el genocidio, tenemos muy poco conocimiento de la cultura de sus antepasados, de la cual fueron despojados a cambio de una degradante y velada esclavitud, que les permite recolectar cartones y plástico entre la basura para vender al kilo. Mientras, el resto de la población se pone a resguardo de estas desesperadas manadas urbanas y, si por esas cosas el basureo se pasa de la raya, en el olvidado mano a mano del honor, nadie se mete con ellos, ya que el no tener nada que perder los vuelve invencibles. Frente a esto, los responsables sabemos que la ley está de nuestro lado.
Paridos en modernas tolderías de chapa, cartón y madera, crecen sin ser tenidos en cuenta, y su desesperado intento por sobrevivir es juzgado como violencia. En los semáforos, cada vez que uno de estos muchachos se acerca agresivamente a un parabrisas, estresado y sacado por el hambre, el frío, el sol de verano, el alcohol o la pasta base, el rechazo con que es tratado reedita con fecha siglo XXI el etnocidio de Salsipuedes —11 de abril de 1831—, la exterminación de una cultura y el trato que los invasores les tenían reservado: exclusión y desprecio.
Hoy en día, cuando ya han pasado años de aquella ilusión óptica que mi inquisidor ojo de viajero tuvo al llegar a uno de los Montevideos más grises de todos los tiempos, cada vez que la recuerdo entiendo que hay algo de cierto en ella, y no dudo en afirmar que la maquinaria imperial, que hace desaparecer culturas, alcanzó todos sus objetivos en las tierras donde creció mi país.