¿Alguna vez escuchaste hablar de una región conocida como La Maradonia?
El fallecimiento de Diego Maradona generó en el planeta un acopio de admiración, afecto, tristeza, abandono, negación, solo comparable a lo vivido el lejano 8 de diciembre de 1980, fecha de la muerte de John Lennon.
En estos días que han transcurrido desde su partida, sintiendo más que pensando, el hecho de que se intente puntualizar si fue el mejor, el segundo o tercer futbolista de todos los tiempos tiñe el recuerdo, me desubica. Es que desde sus inicios en Argentinos Juniors su sola presencia, aunque fuera en una pantalla —como cuando veía un recital de Bob Marley—, hacía a un lado las miserias humanas.
Diego es un artista del siglo XX que generó sensaciones, emociones, ilusiones, sentimientos, pensamientos; que durante noventa minutos nos ayudaba a jopeársela a la realidad, a que le hiciéramos un caño a la sociedad, se la pisáramos a los problemas cotidianos, que hiciéramos una pared con la esperanza, y también —porque su arte es una mezcla de mímica, bufonada, malabarismo, precisión, siempre acompañado del golpe y porrazo de los rivales— nos hacía reír como si fuera un Chaplin de pantalón corto.
Su grupo de pertenencia no son los monstruos del fútbol Schiaffino, Di Stéfano, Garrincha, Pelé, Beckenbauer, Zidane, Ronaldo, Messi, etc.; sí es el de aquellos que crearon cosas inexplicables iluminando los pasillos interiores del ser humano, aquellos que detienen el tiempo y nos sumergen en el presente con brillo en la mirada.
Pero Diego tuvo su grupo de pertenencia deportivo y, si bien era preciso mucho talento, magia y en la acción brindarse en cuerpo y alma para integrarlo, quizás esa era la parte menos exigente, porque también había que jugar en bares, entregarse a mujeres, alcohol, drogas, trasnochadas y, más que nada, usar la voz que su posición de ídolo deportivo le daba. Johan Cruyff, tres paquetes de cigarrillos diarios y concentración con las esposas, se negó a jugar en la Sudamérica militarizada; el culturoso Sócrates, que no era muy amigo de los entrenamientos, le dedicaba su buen tiempo a la cervecita, democracia corinthiana, y a la salida de la dictadura brasileña; el maoísta alemán Paul Breitner, con su país partido en dos y con el impacto de la Baader-Meinhof todavía dando vueltas, vivía al borde del precipicio; y por ahí andaban los excesos incontenibles del incansable mediocampista británico Paul Gascoigne, el eterno cigarrillo y trago del casi invencible basquetbolista bosnio Mirza Delibasic, y también los mucho más prolijos Kareem Abdul Jabbar y su intelectualidad islámica, el boxeador cubano Teófilo Stevenson optando por quedarse en Cuba… Deportistas en un mundo vietnamizado y de guerra fría, de conflictos con muertes diarias por derechos sociales que tenían a la juventud como protagonista, de sindicatos tomando las calles, de nacientes y amputadas democracias africanas, de dictaduras militares y movimientos de liberación, de secuestros, torturas y desaparecidos; un mundo de militancia organizada o individual en el que los ciudadanos se jugaban la libertad por llevar un papelito hasta el otro barrio, un tiempo en que el deportista tenía voz y, si bien utilizarla era una opción, no hacerlo también decía.
Diego usó esa voz y pagó por ello: En los mundiales 86 y 90 y en las temporadas europeas, jugando para el Napoli —un equipo de mitad de tabla para abajo de la liga italiana al que convirtió en potencia europea—, denunció la corrupción en la FIFA y la explotación de los jugadores por esta, intentando crear un sindicato.
Como suele suceder con los genios que cíclicamente se inmolan en la creación, Diego, patada tras patada, infiltración tras infiltración, requerido constantemente por la prensa y distorsionado al antojo por ella, fanfarrón y extravagante, poco a poco fue perdiendo su libertad interior y el contacto con la realidad. Luego del Mundial de Italia 90, en su lucha interna, en la que batalla a batalla durante años había logrado prevalecer y seguir siendo él, perdió la guerra frente a la adicción, rompió su escala de valores, y su arte —igual que los últimos textos de Nietzsche, escritos con la sífilis avanzada en plena demencia y megalomanía— fue una caricatura de lo que había sido. Desde entonces su vida profundizó una secuencia infinita de manipulaciones egocéntricas, autodestructivas, donde la disfuncionalidad fue el eje omnipresente.
La disfuncionalidad de Diego ya existía a sus quince años, edad en que sacó a su familia de la miseria de villa Fiorito para llevarla a un apartamento que le daba su club; de ahí en más se hizo cargo de su familia —siete hermanos— y de algunas personas cercanas a esta. ¿Se te dio por pensar las consecuencias de semejante responsabilidad, sumada a la exposición de la fama, en un chiquilín de esa edad? ¿Te imaginás cuánta gente quiso sacar provecho de él? Con ese barullo y tensión alrededor, ¿cómo hubieras interpretado al mundo? ¿Cómo se manifiesta ese impacto en el futuro? Quince años de naturaleza protectora y generosa que, una vez radicalizada la disfuncionalidad, se transformó en golpes, abusos, violencia de todo tipo, y manifestó una de las peores versiones humanas: el adicto en carrera (consumo).
Progresiva y crónica, la adicción —que si tuviéramos la lucidez de medir su impacto social la consideraríamos una pandemia mundial en expansión— es una enfermedad porque trastorna el bienestar físico, mental y emocional de la persona que la padece. El aspecto físico es la compulsión; el mental, la obsesión; el emocional, un egocentrismo radical autodestructivo. Los adictos se caracterizan sobre todo por ser manipuladores, dependientes y egocéntricos, y para que esta enfermedad se establezca se deben activar cuatro factores predisponentes: personalidad, genética, oportunidad de consumir, y condiciones de vida y relaciones sociales —léase familia o entorno—.
Un adicto, igual que un diabético o un hipertenso, no es responsable de enfermar; sí es responsable de su recuperación, y Diego lo intentó una y mil veces, pero nunca logró mantenerla. En el proceso de recuperación de un adicto, a diferencia de las enfermedades mencionadas, el entorno juega un papel determinante, y, si bien la responsabilidad fue toda de Diego, el suyo nunca pareció ser un entorno propicio.
Una de las razonas por las que vale la pena entender qué es y cómo funciona la adicción es poder separar a nuestro ser querido de su enfermedad, porque un adicto en carrera hace cualquier cosa, y Diego hizo cualquier cosa.
Su vida y muerte no fueron muy diferentes a las de otros geniales artistas; Van Gogh a los treinta y siete años se pegó un tiro en el estómago y falleció dos días después en un cuarto de hotel sin buscar atención médica; el pequeño, pálido y flacuchento Mozart, a los treinta y cinco años, se fue despidiendo de a poquito consumido por el delirio y la fiebre.
Mi admiración por el arte maradoniano dio un salto hacia la épica en la semifinal del Mundial Italia 90, donde Diego, lastimado desde el primer partido por los golpes malintencionados de los rivales y la sospechosa contemplación arbitral, jugaba más que nada haciendo acto de presencia, como si fuera la versión deportiva del Cid Campeador, pues apenas podía trasladarse, limitado por las múltiples lesiones.
En esa semifinal, Argentina enfrentó a los locales en el estadio de Nápoles, y Diego los días previos les reclamó fidelidad a los tifosi del Napoli, recordándoles el trato racista que recibían de los aficionados del norte del país en cada partido en que se enfrentaban por los torneos domésticos: Terroni, apestados, Napoli, sei la fogna d’Italia (‘Napoli, sos la cloaca de Italia’), africani...
Se dijo que fue una estrategia de Diego para dividir al rival; tengo presentes sus declaraciones y nunca lo entendí de esa forma. Sí vi a un hombre recordando a propios y extraños lo vivido, enfrentando a toda una ciudad con la realidad, interrogando a una cultura, exponiendo al mundo la verdad del país de la bota.
Sé que no fue una estrategia y sí un derecho adquirido.
En 1985-86 jugué para el equipo de básquetbol de Caserta, ciudad ubicada a unos treinta kilómetros de Nápoles, y la noche en que entramos a jugar el definitivo partido de play off por el scuddeto —un árbitro que no había visto en toda la temporada se encargó del resultado— contra el equipo de Milán, en la tribuna principal había una tela enorme que decía algo así como Non passano gli stranieri (‘Los extranjeros no pasan’), al tiempo que el estadio al unísono nos recibía con el racismo usual. Claro que antes hubo una semifinal, que también fue contra un equipo del norte, de la ciudad de Cantú, donde luego del partido de visitantes —en que los eliminamos y por primera vez un equipo del sur era finalista—, a la salida los hinchas locales vociferaban lo de siempre: terroni, africani, sono la vergogna dell´Italia (‘son la vergüenza de Italia’), hasta que, frustrados por nuestras risas, como insulto de despedida uno de ellos nos llenó de orgullo al concedernos ciudadanía: Ma vaffanculo, tornate a la Maradonia!
Picasso dijo que le llevó toda la vida pintar como un niño. Diego nunca dejó de jugar como un niño, ni cuando estaba enfermo.
Diego, el adicto nunca recuperado, alma y espíritu de los balones, era mortal. Su arte no.