Quería escribir esta nota antes del exigente juego de cuartos de final contra Ghana, de la ya no tan imposible semifinal frente al ganador de Brasil-Holanda o de la soñada final del Mundial. Es que todos deberíamos defender la fiesta inolvidable. Y sostener los buenos momentos deportivos, para nosotros, los uruguayos, siempre ha sido difícil.
El maestro Tabárez encontró en Forlán —el mejor futbolista uruguayo que vi y poseedor de una actitud inmejorable hacia los diferentes estamentos que rodean a un profesional del deporte— las espaldas sobre quien construir su proyecto: detectar jugadores jóvenes —Lodeiro tiene tres eliminatorias por delante—, comprometidos con la camiseta, que tuvieran potencial para la alta competencia, a los que intentaría rodear con lo mínimo indispensable para que se desarrollaran. Para eso era necesario un cuerpo técnico, físico, médico, etc., que, aparte de ser invisible, supiera sembrar entre los elegidos las semillas de compromiso, trabajo, humildad, paciencia y barrer hacia adentro que ha distinguido a los grupos ganadores de los perdedores.
En los últimos treinta años, como si fueran los informantes que abundaban durante la dictadura, en los equipos uruguayos apareció el batilana, espécimen que, buscando favorecerse a sí mismo sin importarle debilitar al grupo, contaba la interna del plantel, en especial a periodistas. Barría hacia afuera. Y nos acostumbramos a este nuevo elemento —que en la historia lejana quiero creer era descartado y despreciado—, a tal punto que dejó de actuar en las sombras. ¿Qué grupo puede funcionar cuando en la radio se habla, tergiversadamente y, por supuesto, favoreciendo si es necesario al batilana, de lo que está sucediendo en el plantel? Si el deporte nacional, como lo hizo la selección de fútbol, no diera lugar a esta temblorosa figura, estaríamos dando un salto de calidad y volviendo a nuestras raíces.
El deporte uruguayo, con la premisa de que es válido ganar con un gol hecho en orséi con la mano y en los descuentos, se olvidó de jugar. Primero hay que tener fútbol, luego resolver. En las eliminatorias, mientras se construía este equipo, lo hicimos mal, más o menos, bien y por breves pasajes muy bien. En el Mundial, con las energías canalizadas en el celeste bien común, todo se potenció. Esto pasa. Los planteles argentinos de básquet y fútbol que ganaron las medallas de oro en las Olimpíadas del 2004 tenían un solo discurso: darle una alegría al pueblo argentino que estaba pasando por la peor crisis de su historia. También se potenció la Italia campeona del mundo en Alemania 2006, que al volver a casa iba a tener más de la mitad del plantel ante la justicia por apuestas deportivas. En ambas situaciones, por motivos muy diferentes, los integrantes se enfocaron en una única causa común. Los objetivos individuales desaparecen. Tener el camino claro es un buen amigo de los que quieren llegar. El seleccionado africano de Francia de este mundial aporta bastante al tema.
Y el concepto de “prefiero llorar la derrota con los que me siento bien que festejar el triunfo con los que no me importan” parecería estar presente.
En la cancha, nada de patadas, escupidas, matones de pantalón corto con tres huevos, amarillas asesinas o rojas fuera de lo normal. Los chicos buenos sí ganan. Tampoco la pudrimos haciendo tiempo. Nada épico ni hazañas a la vista. Bien o mal, fútbol. Buen manejo estratégico de los partidos, con variantes tácticas según su desarrollo, que llegaron a buen puerto o no. Jugadas de pelota quieta, tiros de esquina, saques de banda y la formación de la barrera en los tiros libres rivales evidenciaron trabajo. Buen scouting para que no hubiera sorpresas individuales o colectivas del rival, bloques ofensivos y defensivos que se armaban con fluidez, un arquero confiable, una defensa bien parada que no regalaba nada, un mediocampo llamativamente intenso, la claridad de los hombres de área y los cambios apropiados, componen el misterio.
Los que brillaron por su ausencia fueron los presidentes con habanos, dirigentes que saben lo que nadie imagina, delegados estrella, contratistas de Ray Ban y empresarios de cadenas de oro. Y eso que sin ellos nada sucede. ¿Qué habrá pasado? ¿O será que los que están se volvieron invisibles como el cuerpo técnico, médico, sanitario, etc.?
Todo esto —visto por televisión— fue más agradable aún al poder escuchar los comentarios del en otros tiempos prohibido Mario Bardanca —tendríamos que rebautizarlo Don Mario de la Mancha— y de José Carlos Álvarez de Ron, dos periodistas que se diferencian del resto porque no tienen que vender para venderse y porque no sufren momentáneas pérdidas de discernimiento sobre la realidad. Tampoco llenan el tiempo explicando cómo cada victoria se autojustifica y cada derrota se autoculpabiliza. No buscan inventar sueños imposibles para mantener entretenidos a los ilusos, ni se han especializado en exacerbar las normales miserias humanas de la vida de un plantel para beneficio de su autobombo. Y nada tienen que ver con los expertos en hacer hincapié en la politización del fútbol —¿será casualidad que esta actuación llegue en un momento en el que parece haber una despolitización del fútbol y, por qué no decirlo, una desfutbolización de la política?
Para sostener este buen momento —todas las selecciones de formativas clasificaron a sus respectivos mundiales— no va a alcanzar con confirmar en el cargo a Tabárez o encontrar a alguien que continúe su trabajo. Los hinchas con los pies en la tierra (luego de perder como visitantes en Perú, frente a Colombia el Estadio estaba a medio llenar, a pesar de que había 2 x 1) deberíamos ser incondicionales de esta línea de trabajo, rechazando a los oportunistas de turno —va toda la lista de nuevo: presidentes, delegados, etc.— y no prestando oídos al periodismo que busque su propio negocio sin priorizar el bien común celeste. Está en el container de la esquina la basura que dice que este no se habla con aquel, que aquel no quiere jugar con este, que a Fulano no lo citan porque tiene lío con Mengano, que el grupo ya no es lo mismo, que están agrandados, que ahora el que te dije firmó para tal equipo y ya no pone la pata, y cosas por el estilo.
Somos muchos, tantos como tres millones, y me incluyo, que nos metimos de colados en esta fiesta inolvidable que nos hace sentir parte de un pasado glorioso del que solo va quedando su sombra, y de un presente hiperprofesional del cual no éramos ni nos sentíamos parte. Teníamos demasiado de algo efímero que podríamos llamar fe, escaso amor propio y muchos sueños. Estos últimos son como latidos que impulsan a seguir por el camino escogido en dirección a la meta que lejana espera. Hay que tener coraje para seguirlos. Mucho más para soñar todos juntos. Y si lo logramos, teniendo en cuenta que hay jueces que no ven goles, orséi que no se cobran y pelotas que pegan en los palos, creo que es lo que se llama ganar.