El domingo por la noche la fiesta de los juegos habrá terminado y los enérgicos duendes de la natación, el atletismo, la gimnasia, la esgrima, el bádminton, la vela, etc., una vez más retornarán a sus casi desconocidos bosques dejándonos sorprendidos, sonrientes, llenos de fantasías y recuerdos imborrables. Quizás, en esta olimpíada, lo particular de la mágica fuga sea el nacimiento de la Generación E. Y en estado hipnótico hago una regresión en el tiempo hasta el lejanísimo 1985.
Aquel año, en Medellín, con la celeste de básquet le ganamos a Argentina por el Sudamericano. Esa noche, cansado por el esfuerzo y ya preparándome para la final contra Brasil del día siguiente, bajé a la cocina del hotel en busca de agua. Cuando volvía para mi habitación escuché un tímido Tato, Tato. Era León, que solitario en una mesa tomaba un café y un güisquicito acompañado de un cigarrillo.
León Najnudel, en aquellos días, era el técnico de una selección argentina que sorprendía a propios y extraños por tener en su plantel a los desconocidos Jorgito González, de 21 años y 2,29 de estatura, a un chico que creo se llamaba Borel, de unos 20 años y 2,17, y a Hernán Montenegro, de 18 años y 2,08. La carrera de León como entrenador había cobrado notoriedad internacional unos años antes, cuando al frente de Ferro Carril Oeste había reclutado botijas de cada rincón de su país y construido de la nada un bicampeón sudamericano de clubes campeones. Luego se fue a España, donde el año en que estuvo —como porteño de ley extrañaba las callecitas de Buenos Aires y se volvió— ganó la Copa del Rey con Zaragoza. A su regreso, café, güisquicito y cigarrillo mediante, convenció a casi todos de que para desarrollar el básquet había que crear la Liga Nacional Argentina. Era solo el principio. Luego siguió con la asociación de entrenadores, jugadores, árbitros, etc. León, fallecido en 1998, que fue un iluminado del básquet, en el día a día, con su ejemplo, también demostraba cuál era el comportamiento que debía tener un profesional del deporte en su hábitat y hacia la comunidad.
Aquella noche en Medellín, en su solitaria mesa, le hice compañía como si tuviera todo el tiempo del mundo, y el hombre que veía y construía futuro me confió: Este año empieza la Liga Argentina. Vas a ver los jugadores que en unos años vamos a tener. No te lo podés imaginar. Yo he visto a los europeos, a los gringos, a todos. El talento que hay en nuestros países no lo encontrás en todas partes. Cuando les demos condiciones para desarrollarse ¡vas a ver los jugadores que van a aparecer!
En el 2002, mientras veía cómo en la final del mundo entre Yugoslavia y Argentina, para ganar, Divac se desclasaba y le pegaba un codazo a mansalva a Oberto en medio de la cancha, Bodiroga tenía que hacer magia y el árbitro griego tragarse el silbato, recordé la profecía de León. En la Olimpíada de Grecia llegó el oro y el planeta reconoció a ese grupo de jóvenes como la Generación Dorada. El 2006 fue el Mundial de Japón y no pude dormir la noche en que el triple de la esquina del Chapu contra España no entró, y quedamos —solo si tenés aire en el aparato circulatorio podés permanecer indiferente— fuera de la final. En Beijing —2008—, con Manu afuera por esguince, el recital de Delfino contra los lituanos trajo la medalla de bronce. Dos años después, en el Mundial de Turquía, Scola le mostró al mundo que estaba dispuesto a entregar unos días de vida, si fuera preciso, con tal de dominar él solito a los tres pivots brasileños. Y en Londres 2012 salté del sofá cuando vi que a Shved le pasaban por atrás en el pick roll de la última bola del juego contra Rusia y perdíamos la medalla de bronce.
Y esa inquebrantable unidad tiene su diversidad: Ginóbili es el mejor basquetbolista latinoamericano de todos los tiempos y, quizás, el mejor deportista argentino de todos los tiempos. Scola, el capitán de capitanes albiceleste. Nocioni, el primer cuatro huevos en el mundo de los tres huevos. Oberto volvió del retiro basquetbolístico —sufrió un problema cardíaco— para darles una mano y el corazón a sus compañeros. Delfino hacía tres años que no jugaba y se preparó para, en Brasil, poner a disposición de sus compañeros una rodilla y media. Pepe Sánchez hace unos años hizo algo similar.
La Generación Dorada, en la cancha, donde el arma secreta era su espartana fuerza mental, hizo lo que tenía que hacer para ganar. Afeitar rivales en defensa, acomodarlos bajo los tableros, aspereza en los choques, manos con filo, límite del reglamento, perfecto manejo de los tiempos, lenguaje corporal de conmigo no, más que serios en el mirar, el que no llora no mama y el que no afana es un gil, claro que sí, como corresponde, pero nunca mala leche. Y fuera de la cancha, en catorce años de cartelera con entradas agotadas, no se hicieron parte de la farándula, no la fueron de lindos, de millonarios esnobs, ni minas, ni boliches. Todo laburo y el más bajo perfil posible en una sociedad que premia con medalla de diamantes al canchero ganador y oportunista. Y en esa construcción diaria del triunfo que no depende de resultados, con el paso del tiempo, la Generación Dorada se fue ganando a sí misma hasta mutar en la Generación E.
Unos años atrás una selección argentina B, que se preparaba para ir a un Sudamericano, no podía cumplir la planificación porque la Confederación Argentina de básquet no tenía dinero para solventar los gastos de la preparación. Entonces la muchachada dorada, con su capitán Scola a la cabeza, se activó queriendo saber qué había pasado con el montón de dinero recibido por las esponsorizaciones de la ilustrada generación, y no pararon hasta la intervención gubernamental, salida del presidente en ejercicio y su gente de confianza, nuevas elecciones, etc. No pararon hasta limpiar la Confederación. Este exitoso grupo, que ha preferido estar entre los mortales y no en su pedestal de privilegio, nunca fue omiso ni condescendiente con su entorno, como no lo era dentro de la cancha con sus rivales. Y en esta última olimpíada volvieron a definirse cuando su fidelísima y emocionante hinchada provocaba a los brasileños con cantos, distanciándose de esa actitud y valorizando a los anfitriones. Pocos días después algo similar pasó con Ole —medio de comunicación deportivo desculturizante que exacerba las miserias humanas—, y Scola una vez más salió a escena para con pocas palabras reafirmar valores y conceptos.
Esta olimpíada, entre las veintitantas silenciosas medallas de oro de Phelps, la burlona superioridad de Usain Bolt y el imperial dominio estadounidense en el medallero, la voy a recordar emocionalmente como el nacimiento de la Generación Ética, un ejemplo para argentinos, rioplatenses, sudamericanos, para los siete mil millones de habitantes del planeta, de cómo utilizar el deporte como medio de construcción para ahondar en la búsqueda de una mejor forma de proceder.
Sé de uno que, café, güisquicito y cigarrillo mediante, debe estar diciendo algo como ¡tanto no me esperaba, che!