El arte, laberinto caprichoso que despereza y ordena sentimientos, emociones, pensamientos, posee la magia de materializar nuestras realidades interiores como si fuéramos ciegos de nacimiento y un día amaneciéramos videntes. Es que, sin quererlo, leí tres libros que me ayudaron a poner en palabras lo que hace tiempo el fastidio, la desilusión y la extrañeza no conseguían.
El primero de ellos fue La increíble historia de Pete “Pistol” Maravich, relato que permite saborear a un basquetbolista NBA blanco de los años setenta, de 1,96 de estatura, vegetariano, showman del parqué, anotador compulsivo, creativo pasando el balón como Bob Dylan con sus letras, pelo a lo beatle, ojos de conejo, despilfarrador, atleta que vivió como una estrella del rock, borracho y adorado por todos, que se retiró a los 33 años con un promedio de 24,4 puntos y 5 asistencias, y que a los 40, jugando básquet con sus amigos en un soleado playground de California, se desplomó y no volvió a levantarse.
Apenas terminé el breve y frenético periplo de Maravich, me zambullí en las profundidades de Dream Team - La intrahistoria del mejor equipo de básquetbol que ha existido jamás. A 25 años del equipo olímpico de Michael Jordan, Larry Bird, Magic Johnson y otros, la investigación bucea en por qué y cómo fue elegido cada uno de los miembros, los motivos que dejaron al fenomenal Isaiah Thomas afuera, los ajustes de convivencia que fue necesario hacer y, quizá lo mejor de todo, los partidos 1 × 1 y 2 × 2 a puertas cerradas entre las superestrellas, con las otras superestrellas de espectadores. Hay tantas instancias enriquecedoras para detallar que sería posible escribir un libro sobre este libro. Pero en estos días quiero subrayar el esfuerzo y la determinación de Larry Bird, ya con el retiro decidido por lesiones, que hizo lo imposible para ponerse en cancha y estar junto a aquellos a los que se había pitbuleado durante más de diez años.
El tercer libro es el más imperdible de los tres: la historia de la Larry Bird contada por su archirrival Magic Johnson y la historia de Magic Johnson contada por su archirrival Larry Bird, sin que uno supiera lo que el otro había relatado. Los años en que ellos se enfrentaron son considerados por muchos expertos —y coincido— como la época dorada de la NBA. El libro fue titulado Cuando éramos los mejores, y si sumamos a Kareem y a Jordan al dúo, una vez más coincido plenamente.
Estas tres obras de arte me transportaron a décadas pasadas, cuando atletas que eran lo mejor de su disciplina se ofrecían a la competencia como gladiadores del Imperio romano. Héroes deportivos que se entregaban sin pensar en el mañana. Y que vivían como jugaban, como el demoledor de mostradores, vaciador de botellas y aplanadora del mediocampo que fue el británico Paul Gascoigne, quien se hizo admirar en el Mundial de 1986, el mismo en el que Maradona, sin pensar en los sponsors que lo patrocinaban, denunció la explotación de los jugadores por la FIFA. Después Diego, en el Mundial del 90 en Italia, que jugó lesionado de principio a fin, en la semifinal frente a los locales le recordó a la gente de Napoli —donde se jugaba el partido— que la Italia rica del norte siempre los había destratado llamándolos extranjeros.
Los setenta, ochenta y noventa no solo fueron años en que los héroes deportivos combinaban los excesos en sus ratos de ocio con la entrega total a la hora de la competencia, sino que también se hacían tiempo para exponer posiciones políticas y sociales, como Johan Cruyff —con sus tres paquetes de cigarros diarios y las concentraciones con esposas—, que se negó a venir a jugar el Mundial del 78 en Argentina porque era organizado por una dictadura genocida, o el brasileño Sócrates y su democracia corintiana en plena dictadura brasileña, bañada en cerveja bem gelada y música de Chico Buarque. Tipos que, si era necesario, jugaban lesionados, conscientes de lo que hacían, que asumían compromisos y, sobre todo, el día que sí había que jugar era el día que más jugaban. Dioses transpirados, como Michael Jordan y sus problemas con los juegos de azar, que se humanizaban con sus debilidades. Héroes autodestructivos que al recordarlos me despiertan una sonrisa interior, cosa que no me pasa con los mediatizados genios del deporte de hoy, como el indespeinable Ronaldo, Neymar, Floyd Mayweather, LeBron James, Russell Westbrook, James Harden, Kevin Durant…
Me ampolla el alma ver tanta capacidad priorizando la estética, los objetivos del gran contrato deportivo o publicitario, o encontrar el lugar donde “el equipo va a ser mi equipo”, o cambiar de club porque voy a tener más posibilidades de ganar un campeonato. LeBron James se fue de Cleveland a Miami para jugar con dos superestrellas más y así, finalmente, ganar un campeonato. Kevin Durant hizo lo mismo, con el agravante de que se fue al que lo había eliminado en los últimos play off. Michael Jordan jamás hubiera dejado los Chicago Bulls porque no ganaba un campeonato —recién en la octava temporada lo logró—. El gran desafío no era salir campeón, sino hacer de tu franquicia una organización campeona, cosa a la que James y Durant renunciaron. Neymar se va del Barza por dinero y porque quiere un club donde él sea el número uno y así poder aspirar a ser el uno mundial de los futbolistas. Las peleas de Mayweather son ridículas. Westbrook y Harden, en la temporada pasada de la NBA, estuvieron todo el año en una viciada lucha por ser el jugador más valioso de la liga, que terminó involucrando los objetivos de sus franquicias. Los ayudaron a que aumentaran su incidencia en el equipo hasta convertirse en algo enfermante, que desnaturalizaba el concepto de equipo, y cuando llegó la hora del fuego, la de competir, faltaron a la cita vergonzosamente. Lo de Harden en el sexto partido frente a los Spurs fue patético. El afán estadístico de Westbrook y su franquicia para que alcanzara un triple doble y quebrar un récord de inicios de los sesenta fue un sinsentido toda la temporada. LeBron James, en el partido 3 de la final frente a Golden State, jugando de local, una vez más se equivocó en el cierre, como lo ha hecho durante toda su carrera, y la serie quedó sentenciada con un 3-0. Pero la maquinaria publicitaria deportiva siempre los va a rescatar de sus carencias.
En la cultura de masas, lo económico y publicitario prevalece sobre lo artístico. La difusión tiene más peso que la creación misma. Lo comercial es lo más importante. El deporte hoy es un negocio, y conectar con las lejanas historias de Maravich, la del Dream Team y Cuando éramos los mejores me devolvió el sentir de cuando los héroes deportivos vivían, opinaban y competían agarrados con los dientes al viento.