El básquet, como toda manifestación artística, es complejo y de infinita riqueza. Una sinfonía de caprichos. Y su paradójica y casi indescifrable esencia permite que un técnico viva durante dos años en el error y al final las cosas igual le rueden bien.
Las disfrutables finales de Liga, en las que merecidamente Malvín derrotó a Biguá, podrían ser el año 1 para los postergados talentos del básquet nacional. Lo vivido por Bruno Fitipaldo —19 años de edad, base de los campeones— y Matías Calfani —ala pívot reserva de Biguá, 18 años y 2,02 de estatura— debería servir de enseñanza a los mayores que tienen a su cargo la toma de decisiones.
El primer juego de la serie se lo llevó Malvín en forma clara, 84-72. Calfani, en el perdedor, jugó veinte minutos, anotó ocho puntos y tomó siete rebotes. Si establecemos una relación tiempo en cancha-producción, estos números son superiores a los de los extranjeros Sweetney y Wilborn —el primero es obeso y el segundo incapaz de encestar algo que no sea una volcada—. En el segundo partido, Malvín, tomando las cosas donde las había dejado en el primero, cerró el cuarto inicial con un 20-11 que no capturaba el baile que le estaba dando a su rival. Por si fuera poco, los ya nombrados extranjeros de Biguá sumaron rápidamente faltas personales. No hubo más remedio que poner desde temprano a Calfani. Todo cambió. En los treinta y dos minutos que estuvo en cancha sumó 16 puntos, ocho rebotes, tres tapas, corrió la cancha como ningún otro, atacó los tableros de igual manera, dominó la lucha aérea, puso infinidad de efectivos bloqueos, jugó cada bola con el criterio de quien entiende el juego, e intimidó hasta la vergüenza a Newsome y Borselino. La consecuencia fue un 74-61 para Biguá. Serie empatada y el viento que, marinero Calfani mediante, cambia de dirección. En el tercer juego —77-75 para Malvín en alargue—, a pesar de haber jugado tan solo veintidós minutos, volvió a ser el mejor rebotero de su equipo y puso tres tapas —los tenía aterrados— con siete puntos. Y el que resultó ser el último enfrentamiento lo vio relegado nuevamente a su papel secundario —doce minutos en cancha— de darles descanso a los importados.
Bruno Fitipaldo hacía dos años que era el base suplente de Malvín. En la final de la temporada pasada, cuando su equipo estaba desahuciado en el último juego de la serie, puso tres triples seguidos que le devolvieron la vida —no la tocó más, de vuelta al banco, rivales campeones—. Pasión, capacidad para asimilar trabajo y entender el juego, técnica sana, aparte de una dieta apropiada para disminuir las grasas —sí, leíste bien, y solo tenía dieciséis años cuando la empezó— iban acompañadas de lo que no se podía comprar: calidad. Su papel de reparto no cambiaría para la nueva temporada. La oportunidad, golpeando a la puerta, llegaría sin avisar. Con un rival crecido y la serie empatada en uno, Fernando Martínez, base titular e ídolo de los malvinenses, se fracturó una mano. Malvín, con Fitipaldo —en las dos primeras finales en su roll de base suplente había firmado dieciocho deprimidos minutos en cancha con dos anónimos puntos de promedio— como único base, ya que ni suplente tenía, perdería otra final. Los de la playa ganaron los dos siguientes partidos y el título. En ellos, las estadísticas del joven que durante sus diecisiete, dieciocho y diecinueve años fuera base suplente son una festejada denuncia: 21,5 puntos con un global de 10 en 14 en triples, 5,5 asistencias y 41 minutos en cancha.
Calfani y Fitipaldo, junto con Iván Loriente —ayuda base de Biguá, 19 años, 1,88 de estatura— fueron parte de la selección mayor que el año pasado terminó tercera en el Sudamericano. El fin de llevarlos, interpreto yo, no era que jugaran. Sí era conocerlos, motivarlos y valorizar a aquellos que demuestran capacidad de trabajo y talento —en ese orden— como para mañana ser parte del básquet internacional. A pesar de esto sus clubes de Liga diseñaron para ellos un papel secundario —para Loriente ni eso— que les aseguraba escasa participación con protagonismo ninguno. Hoy, las cartas, que nada tienen que ver con el diario del lunes, están dadas vuelta. Y dicen que si a la juventud con talento le damos trabajo, oportunidades y contención, como si fuera una ciencia exacta y no un juego de azar, antes o después se alcanzan los resultados esperados.
Si en agosto del año pasado Biguá le hubiera dado a Calfani el espacio necesario para su desarrollo, en estas finales no se hubiera comido a los niños crudos, pero no dudo que como jugador nacional habría hecho diferencia a favor de los suyos. Si Fernando Martínez no se hubiera lesionado, Fitipaldo el año que viene seguiría sin ser protagonista. Esto no es muy diferente a lo que le sucede al trouvillense Nicolás Álvarez —mejor jugador del Sudamericano Sub-18 del 2009— o al macabeo Luciano Parodi —talentoso base sanducero de dieciséis años—, que en el último draft le trajeron a un jugador para que jugara en su puesto. El efecto sobre los botijas de las decisiones que los postergan es similar al de un lexotán cada seis horas.
En nuestro básquet —mal jugado, lento, terrestre, desentrenado, engañaárbitros, manipulador y mal analizado— los talentos emergentes pasan por una etapa sensible en la que es indispensable impulsarlos y contenerlos a la vez. Es un período en el cual no hay que permitir que se detenga la constante evolución que demuestran día a día jugando con los de su edad primero y luego con mayores. Hay que abrirles la cancha para que su potencial continúe desarrollándose. Son diferentes. Son potenciales jugadores del básquet del mundo. Y precisan dirección y protección para enfrentar supuestas fieras domésticas incapaces de jugar básquet, poseedoras de una experiencia basada en contorsiones en el lugar y vestuarios perdedores donde entrenar y exigirse es un tabú, y que a boquilla y golpes van a intentar en entrenamientos y partidos enseñarles lo que es bueno. Son como una ola que luego que la pasás y rompe se desvanece en la orilla. Pero que si te agarra de sorpresa te revuelca —lado negativo del uruguayan way of life.
Esa etapa sensible en algunos gurises puede ser a los quince años, dieciséis o diecisiete. Así como hay una edad cronológica, otra biológica y otra psicológica, también hay una basquetbolística en la que es necesario dar, con sabiduría, el estímulo de crearles un espacio de crecimiento, acompañado de mucho, mucho trabajo de perfeccionamiento en su técnica individual. Del club a la preselección es un toque. Y el contacto con el básquet internacional es pasar a una película en 3D. Las consecuencias internas —afectivas, autoimagen, valorización, identidad— de esa oportunidad en plena adolescencia son incuantificables. Igual sucede con las ondas expansivas externas —familia, barrio, centro de estudios, etc.—. Y el lugar que desde ese momento pasa a ocupar el básquet en su vida, ganándole de mano a la salida del sábado y a la checha y el faso con los chochamus de la esquina va a ser el que le tiene que dar quien quiera jugar el básquet del mundo.
A nuestra Liga hay quienes la llaman Federal siglo XXI problemático y febril, otros Liga Apache, a mí me gusta Basketfolk. Me burlo con cariño. No te podés imaginar, a pesar de sus contradicciones, con el palo en la rueda, en subida por camino de arena y con el viento en contra, cuánto lo quiero. Pero una de las pocas cosas que realmente me sacan es cuando atenta contra la esperanza. Para esto todavía no encuentro disculpa. Por eso me gustaría ver a nuestros entrenadores y dirigentes diseñar a sus equipos para promover los talentos emergentes de sus divisiones formativas. No van a ser muchos botijas. Si justo nace uno en tu club, tienen que aprovechar. Se van a sentir orgullosos. No me imagino nada mejor para una institución o departamento del interior que apostar a sus botijas. Y no se trata de tirarlos a la marchante. Sí de darles un lugar de crecimiento.
Una vez más: juventud, trabajo, talento, oportunidad y contención se llaman los dedos de la mano donde van a anidar los pichones, los talentos emergentes de nuestro básquet, hasta que estén fuertes para volar. Cada uno que lo haga será el triunfo de todos. Un todos celeste. Y las alas se despliegan mejor cuando terminan de crecer las raíces.