La raíz demos, pueblo, y kratos, poder, componen la palabra democracia; en suma: poder del pueblo.
En el norte de la antigua India, en el siglo VIII a. C. hubo ciudades con poblaciones importantes donde los ciudadanos mayores de edad estaban organizados para tomar decisiones —una vez conquistadas pasaron a ser monarquías—; sin embargo, para Occidente el sistema democrático tiene sus orígenes en el siglo V a. C. en Atenas, actual Grecia. Mujeres, esclavos, los nacidos fuera de la ciudad (que eran la gran mayoría de la población) no participaban, algo similar a lo que sucedió varios siglos después en el Imperio romano.
En la descubierta y conquistada América, la aventura democrática comenzó en 1787 con los nacientes Estados Unidos, cuando las nuevas y ricas burguesías americanas quisieron sacudirse el poder de monarquías, cortes y aristocracias europeas. Benjamín Franklin, considerado el padre de la democracia estadounidense —su imagen está en los billetes de cien dólares—, al soñar la nueva forma de gobierno, se nutrió de la nativa Confederación Iroquesa, también llamada Liga de las Seis Naciones, una alianza de seis naciones aborígenes —Seneca, Cayuga, Mohawk, Oneida, Tuscarora y Onondaga— que se había formado por el siglo XII.
En esta organización las mujeres y los hombres adultos compartían la toma de decisiones, realidad que fue mal vista por los embajadores europeos, quienes por herencia cultural consideraban a las mujeres no aptas para tales actividades. Los iroqueses, en cambio, entendían que cada sexo tenía sus propios derechos y deberes, que eran complementarios, interdependientes y determinantes para el equilibrio social.
Cada tribu manejaba sus asuntos internos en forma autónoma, y en temas de la Confederación formaba parte de un consejo al que asistían sus representantes, quienes eran elegidos por la Madre —una mujer anciana— y debían ser confirmados por los consejos de cada clan y tribu. Esta representación podía ser revisada en caso de desconformidad.
Los historiadores, en su enorme mayoría, niegan esta supuesta influencia sobre Franklin y afirman que la democracia de Estados Unidos nace de la experiencia grecorromana. Si tenemos en cuenta que esclavos, mujeres y extranjeros no participaban, la afirmación es correcta, pero la idea de confederación y autonomía Benjamín la sacó de los salvajes pieles rojas.
Esta manipulación histórica de los orígenes del poder del pueblo fue la primera de una interminable secuencia. Por ejemplo, la idea de libertad que promovía la democracia estadounidense se asemejaba más a un feudalismo encubierto que al poder del pueblo: Las masas de trabajadores que estaban habilitadas para votar eran arriadas a hacerlo por los representantes más convenientes a los intereses de sus empleadores. Este proceder, conceptualmente, se ha mantenido hasta nuestros días.
Las democracias, a través de los siglos, mediante la influencia de las hoy menos visibles pero siempre poderosas monarquías, junto con los nuevos poderes económicos, han formateado al mundo actual. Hay una historia semioculta de poblaciones explotadas, dictaduras, represiones y leyes que tuvieron por objetivo asegurar el poder a los más ricos. Se da por hecho que con la democracia llegó la libertad, cuando en realidad fue una revolución con ganadores y perdedores de antemano. Cada tanto los ganadores debían enfrentar la resistencia de sus socios postergados. Con el paso del tiempo, los perdedores fueron, a un alto costo, obteniendo derechos —abolición de la esclavitud, voto universal, derechos de las mujeres, de los trabajadores, etc.— dentro del supuesto sistema emancipatorio, derechos que en realidad fueron arrancados de las manos del poder político y económico y que, a su vez, con los manejos de la pequeña y poderosa elite, periódicamente sufrían retrocesos.
La democracia, que supuestamente pone el poder en manos de la población, muchas veces obtiene un resultado paradójico, y termina actuando sobre la sociedad como un perverso flautista de Hamelin en dirección a un abismo. Hoy, en los países y regiones llamados ricos o desarrollados, como Estados Unidos, el Reino Unido, la Comunidad Europea, Rusia, etc., la democracia gira en un círculo donde las elites económicas financian a los partidos políticos y estos, una vez en el poder, legislan políticas tributarias, fiscales, relaciones laborales, etc., que favorecen a quienes los financiaron. Para los ricos es un círculo virtuoso, y para la población en general, uno vicioso. Y así la riqueza cada vez se concentra más en menos manos.
La elite económica mundial también incide en elecciones de países en desarrollo, apoyando a determinado grupo político local que luego le devolverá el favor aprobando leyes y condiciones que la favorezcan. Ella, en una amable dominación hipócrita, es la que pone las reglas del juego democrático, que si de algo no se trata es de justicia social.
En cada país tiene a sus representantes locales, quienes preconizan un Estado que no estorbe y deje al mercado en libertad para que él solito se autorregule. Antes o después, ese evangelio decanta en un todos contra todos, sálvese quien pueda, hacé la tuya, donde los que tienen resto económico, mejor educación, los más relacionados arrancan con todas las de ganar. Sus políticas salvaguardan los intereses de los más ricos e influyentes, para lo que es indispensable hacer los ajustes necesarios, que frecuentemente conducen a un tsunami económico —endeudamiento, devaluaciones, privatización de empresas públicas, pérdida del poder adquisitivo, derrumbe de salarios y jubilaciones, aumento de la canasta familiar y productos básicos, cierre de pequeñas fábricas, etc.—, a la hecatombe social —pérdida de derechos sociales y laborales, desempleo, desacreditación de gremios y sindicatos, caída de la educación, salud, asistencia a la primera infancia, etc.— y a un futuro donde la pregunta es ¿Qué nos pasó?
Los hegemónicos medios de desinformación, propiedad de la elite, con sus pseudoperiodistas operadores políticos, algunos más evidentes que otros, son los que, con una infinita gama de recursos, formatean la opinión pública: construyen subjetividades, manipulan la información, contrabandean supuestas verdades y las blindan, desacreditan, invisibilizan situaciones, opinan sesgadamente, distraen la atención, atemorizan a la población, todo con el fin de que se vote por los que favorecerán a la elite.
En otros tiempos Hollywood fue capaz de construir en el imaginario colectivo mentiras históricas. Una de ellas fue demonizar a los salvajes pieles rojas, a quienes no hubo más remedio que intentar exterminar y a los sobrevivientes encorralarlos, como seres humanos de segunda categoría, en reservas.
Los grandes grupos mediáticos dominantes, con su monocultivo de cerebros, trabajan con paciencia, muy especialmente, sobre la clase media. Deforman realidades y pensamientos, linchan a los rivales políticos con incertezas y mentiras, y manipulan las emociones, los deseos y las creencias buscando que el pensamiento crítico le deje el lugar a la irreflexión compulsiva. En las redes sociales, los trolls —internautas que publican comentarios irreales e incendiarios—, con sus falsos positivos y verdades a medias, robando banderas y aturdiendo y confundiendo con bombas de último momento, hacen foco en las capas más deterioradas… Pero si de gobernar la razón ajena se trata, hay para todos y de todos los gustos.
Soy un convencido de que, para la clase media, la clase baja y la ciudadanía empobrecida, votar por los representantes políticos de la pequeña elite es, en el largo plazo, inmolarse.
La otra cara de la moneda es un Estado activo en la generación de leyes que favorezcan a la mayoría, en especial a los más necesitados, que sea protagonista y establezca reglas de juego y seguridades para el mercado y la economía, que coordine sus diferentes espacios —educación, vivienda, salud, justicia, seguridad, etc.—, que tenga por objetivo generar empleo, redistribuir la riqueza, activar políticas de desarrollo social, industrial, turístico, tecnológico, científico, abrir nuevos mercados para nuestras producciones, que actúe preventivamente frente a la corrupción, que dé derechos a las minorías, etc. Habrá quienes lo hagan bien, muy bien, más o menos o mal, pero lo determinante es que sea un camino de construcción… construcción de demos, pueblo, kratos, poder; en suma: poder del pueblo.
Muchos de los que votamos, en alguna oportunidad lo hicimos por el que considerábamos menos malo y no por un candidato que nos satisfacía. La democracia, más allá de votar cada cinco años y un referéndum perdido cada tanto, nos da a los ciudadanos un potencial poder: el de profundizarla. Cuando la economía y las leyes están orientadas hacia la mayoría, protegiendo a las minorías, la democracia crece; cuando la economía y las leyes están orientadas hacia la minoría, desprotegiendo a las mayorías, la democracia se encoge.
La elite económica mundial y sus metástasis locales, eurocéntrica y blanca en sus orígenes, que inventó y formateó a su antojo el sistema democrático, siempre se va a resistir a perder sus privilegios, y no lo puede evitar: está en su naturaleza.