Los días de la fiesta inolvidable se alejan lentamente. Y la cotidianidad, cómplice del frío invernal del alma, paso a paso va ocupando su lugar. Del desenfreno que nuestro mundo interior experimentó ya casi no quedan secuelas. Y, temeroso, empiezo a sentir que se instala nuevamente el silencio que nos responsabiliza a todos para que la culpa de todos no sea responsabilidad de nadie.
Una amiga, a la que le gusta charlar en la playa con las anónimas gaviotas, dice que ellas le contaron que no deben creer en un animalito vidente que tiene nombre de humano, que es alimentado por humanos y que vive en una pecera de lujo. Solo pueden confiar en sus compañeras de vuelo.
Es ahora o nunca.
El alma colectiva del deporte nacional tiene una oportunidad única para reelaborar su identidad, dejando en el pasado los días de las idealizadas hazañas y aceptando los de las realidades humanas. El horizonte, luego de Maracaná, había quedado a nuestra espalda.
La nueva historia del deporte uruguayo podría ser liderada por los valores de un maestro de escuela publica, y secundada por el Balón de Oro del Mundial, que para la historia de esta competencia es uno de los mejores ejemplos deportivos que han recibido este galardón (Paolo Rossi dos años suspendido por apuestas deportivas, Maradona y sus cosas, Ronaldo y las suyas, y Zinedine Zidane dejó el recuerdo de un cabezudo de carnaval).
Y es un error el concepto de que en el siglo XXI el opio de los pueblos es redondo. Es rectangular, aprendemos a mal usarlo mucho antes de utilizarlo, es solitario, alcanza con mover un dedo, estás sentado frente a uno, y se llama pantalla. Ojo, que si te agarra mal, quedás boqueando como un pescado encandilado.
El juego deportivo, mezcla de improvisación de teatro callejero, ajedrez humano, sudor intelectual, sexo grupal intergeneracional y superproducción cinematográfica de complicidades, desde el recreativo hasta el de alta competencia, es una herramienta de transformación social, de transmisión de valores, y un espacio para que cada individuo elabore, o reelabore, esos desafíos que son las mieles y los apremios de la vida.
La selección uruguaya de fútbol que nos representó en el Mundial de Sudáfrica 2010 actuó de acuerdo a una premisa que me resulta más de corte espiritual que del sentido ético reinante: dar lo que se tiene —buena vecindad, ayuda al que la precisa, en el trabajo, etc.— sin esperar nada a cambio.
Y nosotros, los que nos colamos a la fiesta inolvidable, ¿también sabremos cumplir? Si en la próxima eliminatoria perdemos con Paraguay en Asunción, como ha sucedido en las últimas cuatro eliminatorias, ¿sabremos cumplir? Hace unos meses contra Colombia, luego de perder en Perú, el Centenario estaba a medio llenar, y eso que había 2 × 1; ¿supimos cumplir? ¿No será que los que pierden también saben cumplir? El deporte de alta competencia es como la vida: bueno, pero muchas veces injusto.
Luego de lo vivido, ¿ganarías a cualquier precio? ¿Vamos a seguir transmitiendo de generación en generación que es válido ganar con un gol con la mano en orsái y después de la hora? Es el viejo tema de si los fines justifican los medios.
Lo primero es definir qué significa ganar.
Y desde las políticas de Estado ¿se canalizarán no el cuarto puesto en un mundial, sino los valores que manejó este grupo? —trabajo colectivo silencioso donde nadie pierde su individualidad y a la hora de los dulces ninguno mete la mano en la torta para agarrar todo lo que puede sin importarle el de al lado.
¿Qué vamos a hacer con este regalo? Porque en la vida también hay jueces que sin mala intención no ven goles, orsái que no se cobran, monstruos sagrados que erran penales y pelotas que pegan en los palos.
Esta vez la hombría no fue tenerlos tan bien puestos que sin medir consecuencias le talábamos una gamba al cra de los rivales esperando con cara de malos que nos sacaran la roja —esta vez no fue necesario que gritáramos frente a la tele ¡matalo!—, o llevarnos a los pechazos al árbitro, o mandarnos una patriada a ver si pinta el gol de la vida. Sí fue manejo de la ansiedad en situaciones límites, confiar en lo planificado, creer en el colectivo para encontrar soluciones, y tomar los momentos difíciles como un desafío y no como una amenaza.
Y esta vez no nos quedemos con los que jugaron quebrados, lastimados y todo eso, porque si estás en inferioridad de condiciones —Lodeiro tuvo que seguir porque ya no tenía más cambios— dejás a tus compañeros en desventaja. Saber lo que se puede y lo que no, hace diferencia a favor.
Lo de Forlán, cuando repite hasta el cansancio que el Balón de Oro se lo debe a sus compañeros y al cuerpo técnico, no es una postura ni una forma de zafar de tanta atención, es la capacidad de entender la esencia del juego (pedir información sobre el tema a leomessi@eldiegonoesentrenador.com.ar y a ronaldo@estoymassoloqueeluno.com.pt).
Miles de personas —presidente, vicepresidente, ministros, fuerzas policiales, cantantes, escenarios, parlantes y algunos aviones de la fuerza aérea— recibieron a la delegación. También hay Ministerio de Deporte, intendencias, enseñanza pública con profes de educación física, clubes de todo tipo, trescientas mil personas involucradas en el baby fútbol, Plan Ceibal, un siglo llamado de las comunicaciones y mayoría parlamentaria. Con todo esto alcanza para instrumentar la llegada de los mensajes.
Animarse a recorrer el camino ya es ganar.
Me imagino al maestro Tabárez sonriendo en su guardapolvo blanco al lado del pizarrón negro con la tiza en la mano, pidiéndoles a los alumnos que levanten la mano los que votan a favor de un equipo, familia, barrio, lugar de trabajo, comunidad o nación donde primen valores como solidaridad, humildad, bajo perfil, gusto por lo que se hace, igualdad de oportunidades, trabajo silencioso y a conciencia, derechos y obligaciones. Entonces empieza a contar. Un, do, tre, cua… pero ¿cómo…? ¡Orden en la clase! ¡Basta con los gritos! ¡Se van a ir todos a la Dirección! Igual sigue contando las confiadas e infinitas manos levantadas. Los números no le dan. ¿Cómo es posible que haya contado seis millones?